Abres los ojos. Alargas el brazo. A tu izquierda, la sábana se mantiene aún caliente. Nadie. Te levantas de la cama. No eres supersticiosa. Por si acaso, primero, el pie derecho.
Pasas la mano sobre el espejo empañado. Te fijas en tu mano que se mueve lenta sobre el cristal. La forma de tus dedos es idéntica a la suya. Eso te dice siempre tu madre. Tus recuerdos no llegan a tanto detalle.
Unos ojos cargados de sueño te miran desde el otro lado. Ya no te reconoces. ¿En qué momento dejaste de ser tú? ¿Alguna vez fuiste alguien?
Secretos.
Cosas que no quieres que nadie sepa sobre ti.
Muestras lo que quieres que los demás vean. Ocultas lo
que te hace sentir inferior, vulnerable. Sonríes todo el tiempo para que no puedan ver más allá. Superficialidad que esconde a tu auténtico yo. No debes fiarte de una imagen.
Te vistes como un autómata, sin prestar atención a lo que estás haciendo. Coges las llaves y el teléfono. El sueño sigue contigo. Los sueños, si es que alguna vez los tuviste, ya no sabes dónde están.
Las calles empiezan a teñirse de luz. Miras el reloj. Ya falta poco.
Caminas con un rumbo concreto. Siempre el mismo recorrido. El mismo horario. La misma gente. Rutina que te mata, que te mantiene viva.
Tus pasos ligeros te llevan junto al mar. El océano, la sal, la brisa, los primeros rayos de sol, son el motor que alimenta tu día. Un día más. Un día como cualquier otro.
Quieres capturar el momento exacto en el que el sol asoma tras el horizonte. Algunos días, una línea perfecta, como trazada con un tiralíneas. Otros días, trémula, zigzagueante, ondulada, imprecisa. Las olas alteran la superficie, y se perciben mucho antes de que rompan en la orilla.
Crees estar sola, pero siempre hay unos ojos que te observan. Hagas lo que hagas, estés donde estés, los secretos no se pueden mantener ocultos.
Fotografías el amanecer, los reflejos, los rojos, naranjas, rosados, morados y amarillos que tiñen las nubes. A veces, incluso verdes. ¿Quién dijo que el cielo era azul? Alguien que no miró más allá.
No puedes dejar de fotografiar el amanecer. Parecería que lo quieres atrapar, para siempre, que quieres parar el tiempo aquí y ahora. Guardas las fotos en archivos, en carpetas, en discos duros que no volverás a mirar jamás.
Acumulas momentos para adueñarte de su belleza, de su energía, de su intensidad. Crees que detrás del objetivo todo es más sencillo, que tienes el control.
Cientos, miles de amaneceres eternamente congelados, sin ninguna presencia humana. ¿Qué aporta la humanidad a una foto? ¿Y al mundo? Llegará el día en que dejaremos de existir y el mundo seguirá girando, y seguirá amaneciendo, pero nadie lo sabrá, porque no habrá nadie para admirar esos cambios de luz y de color. Y tus amaneceres seguirán dormidos.
Sientes nostalgia de tiempos remotos. ¿Cómo puedes sentir nostalgia de algo que no pudiste disfrutar? Tu infancia no fue como las demás. O tal vez haya más infancias como la tuya que desconoces. Secretos escondidos detrás de sonrisas que evitan que miremos más adentro. Aparente superficialidad que oculta interiores complejos, dolorosos, retorcidos.
Las apariencias y el deseo de aceptación hacen que lo maquilles todo. Quieres encajar. Tal vez estés hecha para ser la nota discordante.
Tu infancia fue solitaria. Tu madre trabajaba sin descanso. Miseria. Escasez. Hambre. Nunca te faltó nada, más que una presencia humana.
El sol ya es una esfera completa y se levanta por encima de la línea ondulada del horizonte. Te miras las manos. Son iguales que las suyas. Eso es lo que dice tu madre. Ella sí recuerda sus manos. Esa forma peculiar de los dedos corazón y anular, que se tuercen ligeramente, dejando un hueco entre ellos, y no vuelven a tocarse hasta el extremo de la tercera falange. Tal vez sean las manos las que llevan la carga creativa que te quedó como herencia.
¿De qué te ha servido intentar ser como él? ¿Pensabas que si veía en ti algún parecido te querría? Ni siquiera sabe qué día es tu cumpleaños. Ni cuál es tu color favorito. Se ha perdido tanto …
No puedes evitar pensar quién serías hoy si tu infancia hubiese sido distinta. Cierras los ojos por un instante y recuerdas todo lo que tus manos han sentido. Todo lo que han tocado. Todo lo que han trabajado, cuidado, creado. Tus manos tienen magia, te dicen a veces.
Te apoyas en el muro que te separa del océano, y el contacto con su textura rugosa te remite al tacto de tu cámara de fotos. Esa que, desde hace más de dos años, yace abandonada en un cajón. Esa a la que cambiaste por el teléfono móvil. Cambiaste la complejidad, la sofisticación y la calidad de imagen de la cámara por la comodidad y la facilidad de uso del teléfono. Total, qué mas da, si tus fotos no las ve nadie más que tú.
Desde hace más de dos años ya no hablas con tu cámara. Ella tampoco te habla. Recuerdas cómo contenías el aliento cada vez que pulsabas el disparador. Es importante que las fotos no salgan borrosas. No te muevas. No respires. Es un instante. Un instante.
La cámara podría contar historias más interesantes que tus fotos. Cada rasguño, cada mancha, cada cicatriz en su piel negra cuentan una historia. Sudor, salitre, lágrimas, polvo, … Historias que pudieron ser y que se quedaron en alguna parte. Olvidadas. Como las fotos. Como tú.
¿Sabes quién eres? ¿Sabes lo que quieres?
No sabes nada. Eres una triste sombra de nada. Nada. Nadie.
Despierta. Sé, de una vez, tú.